by Sebastián Galanternik
Published on: Nov 30, 2006
Topic:
Type: Short Stories

Cruzo la avenida Rivadavia en la esquina con Acoyte para bajar a la estación de subte que está de ese lado de la mano porque es aquella la que me lleva hacia la combinación con la línea C en la estación Avenida de Mayo.

Es una tarde con el sol de punta en punta y me detengo pensando en cuántos días hace que no llueve. Un par de chicas de unos 17 años con sus uniformes de secundaria privada caminan al lado mío desde hace dos cuadras. Una es rubia, alta y tiene muy lindas piernas. Me encantan las piernas, quizás porque creo que cualquiera puede tener un buen torso pero unas lindas gambas ya son otra cosa.

Enfilo hacia la boca de la escalera que me llevaría a las boleterías y ellas siguieron de largo. Me pareció deprimente estar mirando chicas que todavía iban al colegio mientras yo ya trabajo y estudio en la universidad. Tampoco es para tanto, hace sólo 3 años estaba terminando la secundaria.

Busco setenta centavos en mis bolsillos. Me gusta pagar con el cambio exacto. Es por eso que siempre llevo encima moneditas de 10 centavos. Además porque no soporto los planteos del tipo “¿Tenes cambio?” cuando pagas con un billete grande algo de un valor mucho menor. Tanto nivel de sociabilidad con un desconocido me pone nervioso, así que lo evito. También si tuviera cambio y pagara con un billete me sentiría culpable al mentir cuando me pregunten si tengo cambio. A veces pienso en fingir que soy sordomudo para que nadie me hable.

La estación Acoyte está llena de pobres tipos y mujeres sin gracia ni nada. Así que nadie me llama la atención y me pongo a leer los titulares de los diarios en el puesto de un español gordo en esa estación. Escucho al gran tren de madera de la decada del 20’ chillando y haciendo un ruido terrible viniendo hacia el andén. Las puertas son manuales. Las abro con mi brazo derecho. No es tarea fácil teniendo en cuenta que hace dos años que no hago ningún ejercicio físico más allá de rascarme.

Si algo odio de los subtes más que nada es que no puedo sintonizar la radio por debajo de la tierra. Muchas veces viajo en colectivo teniendo la posibilidad de ir más tranquilo y rápido en subte sólo porque quiero escuchar algún programa. El vagón va medio lleno. Viajo sentado al lado de un viejo que tiene olor a barniz. Enfrente de mí va una chica más o menos linda escuchando música y escribiendo mensajes de texto en su celular. Intento leer una novela de Elfriede Jelinek pero me deprime todavía más así que la cierro y la guardo en mi mochila. Hay escritores que lo hacen muy bien eso de deprimirte o ponerte de mal humor. Ella es una. Igualmente me encanta, ninguna mujer viva escribe con tan buen nivel.

Bajo en la combinación que ya les conté antes. Empiezo a caminar por los túneles que separan a las líneas y escucho como una chica llora detrás de mí. Sé que es una mujer llorando porque hice llorar a unas cuantas y me conozco todos los estilos posibles de derramamiento de lágrimas. No me doy vuelta porque no quiero asustarla pero sólo sentir como gimotea primero me pone nerviosísimo. Después me llena de tristeza. Disminuyo la velocidad para verla pasar. Lleva una remera de mangas largas color rojo y un pantalón negro de vestir. De su espalda cuelga una mochila azul. Tiene el pelo muy corto y no me parece atractiva de cara aunque a primera vista tiene un cuerpo que está bastante bien. En realidad nadie es lindo cuando llora. Sólo los actores, las actrices y toda esa mersa repugnante. No es que no me gusta el cine, sólo que la farándula me da tanto rechazo que vomitaría sólo de ver como le piden un autógrafo a algún don nadie que probablemente no sepa leer ni escribir.

Llego al andén siguiendo a esta chica. Se seca los mocos con unas toallitas de papel. De golpe toda la insensibilidad y anti-sociabilidad que me recubren se derritieron y tuve ganas de abrazarla, de preguntarle qué le pasaba y qué podía hacer por ella. Llegó el tren y se metió a un vagón. Me mandé detrás de ella por otra puerta del coche. Estaba muy lleno, como siempre, y quedó llorando a por lo menos dos metros míos con un mar de brazos, pelos y carne de distancia.

Nos bajamos en la misma estación. Ella salió antes y entre tantas personas que se bajaron en Independencia no pude seguirla. Subo las escaleras un poco deprimido porque quería hablarle. Llegué a la planta baja y la vi entre la multitud. Seguía llorando. Nadie más la miraba. Era un fantasma particular para mí.

Comencé a seguirla de nuevo, estaba a unos 15 metros. Me choco con un tipo por andar distraído. Le pido disculpas a lo que responde “Bueno”. Vuelvo a mirar hacia delante, la perdí otra vez. Me quedo unos segundos pensando hacia donde habrá salido. Veo a mi derecha que hay otra sálida, hacia el lado del bajo. Lo más probable es que haya salido por ahí. Cruzo el molinete. Salgo a la superficie como una rana, a los saltos. Estoy en una plazoleta en Independencia y la 9 de Julio. Miro para todos lados pero no la encuentro. No me puse más triste, tal vez así es el destino. Está bien, pienso… al menos ahora puedo escuchar la radio.

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