by Miguel Andrés Aravena Cofré
Published on: Nov 14, 2006
Topic:
Type: Opinions

Conflictivo por decirlo menos, casi me es alarmante pero no alcanza a serlo (aunque debiese). Así me hacen sentir las conclusiones que estoy desarrollando por estos días. Tengo la sensación de que nosotros, los jóvenes, estamos castigados por la sociedad, condenados a ser la consecuencia. La causa es clara: el medio, una globalización energizante, adrenalínica, con dosis fuertes de paranoia y otro tanto de catarsis. El problema pasa por ahí, desde muy cerca, el ritmo seco y pulsante de una vida agitada donde el lema es “todo urgente pero nada importante”.

Nuestros padres son herederos de una vida donde las comodidades cotidianas no existían y tuvieron que lidiar con los pocos avances tecnológicos de su época. Eso los marcó. También fueron recibidores universales de épocas duras, de enfrentamientos políticos, de sentirse sudacas, de abanderarse por una idea (la que creían menos sucia); así fueron comiéndose el pasto seco de un lapsus en la historia donde se produce el quiebre entre lo mecánico y lo digital, entre lo eterno y lo instantáneo, entre la obstaculización y la accesibilidad, entre ellos y sus hijos. Se aprendieron a maravillar, ya estando viejos, con los nuevos aparatos: la televisión, el computador, el CD, el Internet, los celulares, etc. Supieron guardar distancia, sabían que eso no les correspondía del todo, ahí los dueños serían sus hijos. Y se hicieron expectativas, lo vieron todo más fácil de lo que les había tocado a ellos. Entonces se decidieron a trazar planes: una carrera, una posición, esfuerzo, dinero, reconocimiento. Allí nos querían, allí correspondemos. Pero pasó algo, su tarea quedó incompleta. Se llenaron sus cabezas de máquinas, chips, pantallas, parlantes, tuercas y botones… Aún no lo saben, les faltó cariño, respeto, virtud, sencillez, simpleza y pausa.

Comprendí esto hace unos días, cuando mi padre me dijo con un tono grave pero más sincero de lo que muchas veces le he oído: “tu generación va a ser la de los materialistas, individuales y competitivos”. Quedé pávido, con frío en las vértebras y con un aire de cierta injusticia. Él había sido claro, preciso y conciso. Nuestras vidas han quedado trazadas en estadísticas donde no somos más que cifras, a eso nos debemos. Seremos la generación de estrellas, el problema será que nos gustará brillar más que otros, alumbrar tanto para que la luz de nuestros semejantes sea invisible, sólo querremos ser vistos nosotros. Será, tal vez, una dictadura: la del Yo.

Hoy se respira eso entre nosotros, lo vemos a menudo pero no lo aceptamos. Será un tabú de los próximos años, se usará un eufemismo tal como “el mal material de herencia”. Ya estamos tratando de ser los mejores, apurados por nuestros años. Si tienes 18 y estás en el colegio eres un atrasado, ¡nótese!, un atrasado; ¡¿de qué por favor?!: al fin y al cabo nadie puede decir eso. En todo caso, mejor ser atrasado y tener mil años por delante que un apresurado que a la vuelta de la esquina se verá hecho cadáver.

Hemos conocido una anestesia, en verdad, bastantes. Suenan mucho en todas partes, se discuten en los gobiernos, ONGs, nuestros padres hablan bastante de eso y otros no hablan, simplemente se enriquecen. Nuestras ataduras quedan hechas añicos, las presiones desaparecen como el aire de un globo pinchado, todo lo que gira comienza a dar botes. Y es tanto el ahogo, que nos dejamos engañar puerilmente por una falsa idea de quiebre, nos cocinamos en una forma enmarañada que nos seduce para luego excitarnos cuando la probamos. Estoy hablando de la droga, de aquel realismo mágico que nos transporta al Edén, nos hace imaginar huellas infinitas hacia la felicidad pero que cuando está en la gloria de una paz imaginada y de un cielo inexistente, desaparece lo bello dando paso a un mundo oscuro con olor a alcantarilla y a escombro húmedo. Así nos vamos envejeciendo por dentro, con las caras sonrientes a un sistema decapitador, anoréxico y surtidor de venganzas placenteras. Conocemos el cinismo y la hipocresía, nos permiten poner la mejor cara para actuar que somos felices. Entonces viene lo más lindo de todo, nuestro último salvavidas: nos apegamos de lo fácil, de aquello que nos es sin valor. Nos enamoramos de la vanidad, del dólar verde y fresco, buscamos lo mejor preocupándonos de refregárselo en la cara a alguien. En consecuencia, nos ponemos autocomplacientes con nosotros mismos, arrogantes con terceros inexistentes. Se nos hizo elegir un dios por no podérsele adorar a todos, terminamos sirviéndonos de el Dios verde con varios ceros a la derecha, ese que nos es útil, nada más.

Entre consumación que hago, pienso que tal vez, aunque no lo queramos, viviremos muchos años más pero envejeceremos jóvenes. Habremos dejado la estela de una juventud fugaz, se nos acabarán los ideales al quedar postergados con nuestras preocupaciones personales. Espero equivocarme, pero moriremos tal vez sin habernos caído en la calle, sin robarnos un libro para leerlo con el santo placer de una bondad escrita sobre un acto malditamente benigno, no habremos bebido café del fuerte, tampoco sabremos la mejor forma de mentir, dejaremos de lado enamorarnos y también, procrearnos, en fin, seremos unos egoístas.

No crean que escribo todo esto con persistente y mal intencionado auspicio. No soy profeta. Digo, en forma de consuelo, que son mil y unas las posibilidades de nuestras vidas, mil una son las posibilidades que me equivoque. Pero, como dijo alguien, algo me huele mal en toda esta historia. Siento venir una construcción débil, algo como una Torre de Babel que no sabremos llevar a destino. O algo como el cuento de los tres chanchitos, nuestras vidas se construirán sobre material ligero; no habrá un cemento mezclado con sentimientos y virtudes, eso nos hará tambalear y ponernos viejos. Pero como dice el cuento había un tercer cerdo que hizo su casa de ladrillos y cemento, le dio mucho trabajo y malos ratos. Pero al momento de sucumbir frente al viento que hizo soplar el lobo, resistió. Tengo fe en aquellos que harán sus vidas más fuertes, sus pilares más firmes y podrán albergar a otros cuyas vidas hayan naufragado en el éxtasis de algo que nunca fue.

En estos tiempos donde no nos escuchamos, donde habitamos mezquinos, donde la vida se nos pasa y nos quedamos al lado del camino, prefiero yo intentar luchar contra todo lo que me es esquivo, perseguir algo y tropezar si fuese necesario, retrasarme para descansar un minuto y ver a otros, corriendo a lo lejos, como me dejan el camino despejado. Espero permitirme ese placer de las cosas simples: las sonrisas inesperadas, unas manos suaves, el viento en la cara, la estrellas noctámbulas, las noches de verano descalzo, el invierno con una rica taza de café, el trabajo dedicado, un cigarro sin apuro, un beso sin motivo (esto último me recuerda a Miguelo, personaje de un cuento de Fuguet).

Aquí termino y nos los abrumo más. Tengo fe, como ya dije, en aquellos que queremos hacer algo distinto. Pero saben de quién espero mucho más, de nuestros hijos. Ellos comprenderán el martirio de nuestras vidas, lo roñoso de los años trabajados, creerán poder cambiarlo y, sin duda, lo harán. Estarán tan preparados como nosotros pero no se olvidarán que también hay que dejar, cuando sea necesario, escaparse con los sueños, reinventarse entre los colores poco claros de la vida. Como lo dije hoy en clases de filosofía: “Sabrán distinguir que la vida no se camina sobre una montaña árida en medio de una tormenta, donde no queda otra cosa que escalar y esperar llegar a la cima; la vida es, en cambio, más serena y frágil. La vida es como un valle plano y tupido, donde hay que caminar lento para poder encontrarse con lo bello de él, con sus ríos y animales, con su luna y con su sol”.

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